La producción literaria es el producto de una población de escritores que, a través de los siglos, se somete a fluctuaciones análogas a las de los demás grupos demográficos. Para obtener una definición sobre esta población literaria, se puede entrever dos procedimientos extremos. El primero consistiría en catalogar todos los autores de libros publicados en un país entre dos fechas determinadas. El segundo consistiría en remitirse a una lista de buena fe, como el índice de un manual de historia de la literatura de reconocida calidad.
La visión crítica del índice parece pues más justa. Pero es suficiente con analizar el índice de un manual de literatura para notar, habida cuenta del crecimiento de la población literaria, que la proporción de los autores citados aumenta a medida que uno se acerca a la fecha en la que el manual ha sido compuesto. La progresión empieza siendo muy lenta, y puede considerársela prácticamente sin importancia hasta la época en que aparecen escritores cuya vida alcanza la del autor del manual, es decir, que vivían todavía en el momento en que este autor comenzaba sus estudios.
La elaboración a la que la perspectiva histórica somete a la población de escritores, es a la vez cuantitativa y cualitativa. Cuantitativamente, la selección decisiva y la más severa es la de la primera generación exterior a la zona biográfica. Toda antología es discutible en sus pormenores, pero la experiencia prueba que si han sido tomadas las precauciones convenientes, se obtiene por este método un reparto normal, cuyo ritmo general no cambia gran cosa si se modifica los elementos de selección o la severidad del criterio.
Generaciones y equipos
El primer fenómeno que un catálogo semejante permite estudiar es el de la generación. La generación, tal como la entienden Albert Thibaudet o Henri Peyre, es un fenómeno evidente: en cada literatura, las fechas de nacimiento de los escritores se agrupan por «equipos» en ciertas zonas cronológicas. Se encontrará en la obra de Henri Peyre un repertorio completo de estas generaciones, válido para muchas literaturas europeas.
El primer escollo que es preciso evitar es el de la “tentación cíclica”. Es realmente seductor imaginar que estos grupos cronológicos de escritores se suceden a intervalos regulares.
Segunda observación, las generaciones literarias difieren de las generaciones biológicas en que constituyen grupos numéricamente identificables: “equipos”. Por el contrario, en la población general de un país, la repartición de los grupos de edad varía muy lentamente y dentro de unos límites relativamente estrechos.
Una tercera observación sigue a la precedente. Cuando se habla de una generación de escritores, la fecha significativa no puede ser ni la de nacimiento ni la de los veinte años. No se nace escritor, se convierte uno en ello, y es muy raro que se haya alcanzado ya a los veinte años.
La noción de generación, que nos seduce de entrada, no es pues absolutamente clara. Quizá sería mejor sustituirla por la de «equipo», más dúctil y más orgánica. El equipo es el grupo de escritores de todas las edades (aunque de una edad dominante) que, en ocasión de ciertos acontecimientos, “toma la palabra”, ocupa la escena literaria y, conscientemente o no, bloquea el acceso a ella durante un cierto tiempo, prohibiendo a las nuevas vocaciones realizarse.
El primer fenómeno que un catálogo semejante permite estudiar es el de la generación. La generación, tal como la entienden Albert Thibaudet o Henri Peyre, es un fenómeno evidente: en cada literatura, las fechas de nacimiento de los escritores se agrupan por «equipos» en ciertas zonas cronológicas. Se encontrará en la obra de Henri Peyre un repertorio completo de estas generaciones, válido para muchas literaturas europeas.
El primer escollo que es preciso evitar es el de la “tentación cíclica”. Es realmente seductor imaginar que estos grupos cronológicos de escritores se suceden a intervalos regulares.
Segunda observación, las generaciones literarias difieren de las generaciones biológicas en que constituyen grupos numéricamente identificables: “equipos”. Por el contrario, en la población general de un país, la repartición de los grupos de edad varía muy lentamente y dentro de unos límites relativamente estrechos.
Una tercera observación sigue a la precedente. Cuando se habla de una generación de escritores, la fecha significativa no puede ser ni la de nacimiento ni la de los veinte años. No se nace escritor, se convierte uno en ello, y es muy raro que se haya alcanzado ya a los veinte años.
La noción de generación, que nos seduce de entrada, no es pues absolutamente clara. Quizá sería mejor sustituirla por la de «equipo», más dúctil y más orgánica. El equipo es el grupo de escritores de todas las edades (aunque de una edad dominante) que, en ocasión de ciertos acontecimientos, “toma la palabra”, ocupa la escena literaria y, conscientemente o no, bloquea el acceso a ella durante un cierto tiempo, prohibiendo a las nuevas vocaciones realizarse.
¿Cómo abordar el hecho literario?
I. Libro, lectura y Literatura
Definir el libro es cosa difícil. Littré duda entre una definición material – “reunión de varios cuadernos de páginas manuscritaso impresas” – y una definición semiintelectual –“obra espiritual, sea en prosa o en verso, de una extensión lo suficientemente amplia para llenar al menos un volumen”.
El defecto de todas estas definiciones es que consideran el libro como un objeto material y no como un medio de intercambio cultural. Ahora bien, un libro es una “máquina para leer”, y es la lectura lo que lo define: “Es el esfuerzo conjugado del autor y el lector que hará surgir este objeto concreto e imaginario que es la obra del espíritu”.
Copiado, impreso o fotografiado, el libro tiene por finalidad permitir la multiplicación de la palabra, al mismo tiempo que su conservación: un libro para una sola persona no tendría ningún sentido.
Ahora bien, la unidad estadística es el título y no el ejemplar. Teniendo en cuenta las importaciones y las repeticiones, la estadística por títulos nos pude indicar, como máximo, la riqueza y la variedad de la vida intelectual de un país; nos permite evaluar el número y la productividad de sus escritores, pero no nos da ninguna idea del papel de la lectura en la vida social. Para analizar el fenómeno de la lectura, sería preciso tener en cuenta las tiradas –no tan solo las de la edición, sino incluso las de la prensa.
Todas las lecturas posibles no son efectivas. Partiendo de las cantidades de papel, eliminando a los analfabetos y a los niños, habida cuenta de que un mismo material sirve para tres o cuatro lectores, deberíamos admitir que un francés lee por término medio 40.000 palabras por día y un inglés, tres veces más.
El libro, como podemos ver, no representa sino una pequeña parte de las lecturas posibles y una más pequeña todavía de las lecturas efectivas. Su desquite se presenta en el momento de aparecer la noción de literatura.
No se puede pues confiar en las clasificaciones formales o materiales sistemáticas para hacernos una idea clara de las relaciones lectura-literatura. Es más bien la naturaleza del intercambio autor-público lo que nos permite definir lo literario y lo que no lo es. Todo escrito puede convertirse en literatura, en la medida en que nos permite evadirnos, soñar o, por el contrario, meditar, cultivarnos gratuitamente.
Y, al revés, hay usos no literarios de obras literarias: el consumo de literatura no se identifica con la lectura literaria. Se puede comprar un libro con otras intenciones que no sean las de leerlo. Se puede leer un libro con otras intenciones distintas a las de obtener de él un placer estético o un beneficio cultural. Por ende, una definición rigurosa de literatura supone una convergencia de intenciones entre lector y autor; una definición más amplia exige por lo menos una compatibilidad de intenciones.
Definir el libro es cosa difícil. Littré duda entre una definición material – “reunión de varios cuadernos de páginas manuscritaso impresas” – y una definición semiintelectual –“obra espiritual, sea en prosa o en verso, de una extensión lo suficientemente amplia para llenar al menos un volumen”.
El defecto de todas estas definiciones es que consideran el libro como un objeto material y no como un medio de intercambio cultural. Ahora bien, un libro es una “máquina para leer”, y es la lectura lo que lo define: “Es el esfuerzo conjugado del autor y el lector que hará surgir este objeto concreto e imaginario que es la obra del espíritu”.
Copiado, impreso o fotografiado, el libro tiene por finalidad permitir la multiplicación de la palabra, al mismo tiempo que su conservación: un libro para una sola persona no tendría ningún sentido.
Ahora bien, la unidad estadística es el título y no el ejemplar. Teniendo en cuenta las importaciones y las repeticiones, la estadística por títulos nos pude indicar, como máximo, la riqueza y la variedad de la vida intelectual de un país; nos permite evaluar el número y la productividad de sus escritores, pero no nos da ninguna idea del papel de la lectura en la vida social. Para analizar el fenómeno de la lectura, sería preciso tener en cuenta las tiradas –no tan solo las de la edición, sino incluso las de la prensa.
Todas las lecturas posibles no son efectivas. Partiendo de las cantidades de papel, eliminando a los analfabetos y a los niños, habida cuenta de que un mismo material sirve para tres o cuatro lectores, deberíamos admitir que un francés lee por término medio 40.000 palabras por día y un inglés, tres veces más.
El libro, como podemos ver, no representa sino una pequeña parte de las lecturas posibles y una más pequeña todavía de las lecturas efectivas. Su desquite se presenta en el momento de aparecer la noción de literatura.
No se puede pues confiar en las clasificaciones formales o materiales sistemáticas para hacernos una idea clara de las relaciones lectura-literatura. Es más bien la naturaleza del intercambio autor-público lo que nos permite definir lo literario y lo que no lo es. Todo escrito puede convertirse en literatura, en la medida en que nos permite evadirnos, soñar o, por el contrario, meditar, cultivarnos gratuitamente.
Y, al revés, hay usos no literarios de obras literarias: el consumo de literatura no se identifica con la lectura literaria. Se puede comprar un libro con otras intenciones que no sean las de leerlo. Se puede leer un libro con otras intenciones distintas a las de obtener de él un placer estético o un beneficio cultural. Por ende, una definición rigurosa de literatura supone una convergencia de intenciones entre lector y autor; una definición más amplia exige por lo menos una compatibilidad de intenciones.
II. Las vías de acceso
El método más evidente para comprender un fenómeno a la vez psicológico y colectivo es el de interrogar a un número de personas juiciosamente elegidas.
Quien nos cite a Stendhal o Malraux como sus lecturas habituales y confiese que lee, a veces, una novela policíaca o dos para relajarse, no querrá admitir que el tiempo consagrado por él a la lectura policíaca, es de hecho, muy superior al que concede a sus “libros favoritos”. Si menciona la lectura del periódico, olvidará aquellos minutos que consagra a la tira de dibujos y que, en total, representan un tiempo apreciable; asimismo, pasarán desapercibidas las lecturas de la sala de espera, o las que se pasan en la biblioteca de los niños.
Hay aquí un amplio campo cuya explotación no puede negligir el historiador literario. Es lo que se llama la “subliteratura”, o la “infraliteratura”, o las “literaturas marginales”. Entre esta zona ignorada de los manuales hasta una época muy reciente, y el dominio de las obras “nobles”, existen constantes intercambios a nivel de temas, ideas y formas. Y llega aún a suceder que una obra pasa a veces de un sector a otro. Como se verá más tarde, pertenecer a la literatura o a la subliteratura no se define por las cualidades abstractas del escritor, de la obra o del público, sino por un cierto intercambio.
El testimonio de los intermediarios del libro podría tener más valor, pues editores, libreros y bibliotecarios controlan los principales rodajes del mecanismo de los intercambios. Desgraciadamente, para las dos primeras categorías, el secreto comercial es una mordaza demasiado eficaz; para la mayor parte de ellos, su despacho o su tienda son puestos de mando cerrados, donde sin embargo ejercen una influencia real y decisiva sobre escritores y el público.
El caso de los bibliotecarios es poco distinto, pues está generalmente en condiciones de dar testimonio directo sobre el comportamiento de sus lectores. El inconveniente es que este testimonio no se refiere sino a una parte muy reducida y especializada de público: la del lector de biblioteca.
Es a través del estudio de los datos objetivos explotados sistemáticamente y sin ideas preconcebidas que será preciso abordar el hecho literario. De entre los datos objetivos vamos a utilizar en primer lugar, los estadísticos.
Se puede finalmente llegar al estudio de casos concretos según los métodos de la literatura general o de la literatura comparada: éxito de una obra, evolución de un género o de un estilo, planteamiento de un tema, historia de un mito, etc.
Quien nos cite a Stendhal o Malraux como sus lecturas habituales y confiese que lee, a veces, una novela policíaca o dos para relajarse, no querrá admitir que el tiempo consagrado por él a la lectura policíaca, es de hecho, muy superior al que concede a sus “libros favoritos”. Si menciona la lectura del periódico, olvidará aquellos minutos que consagra a la tira de dibujos y que, en total, representan un tiempo apreciable; asimismo, pasarán desapercibidas las lecturas de la sala de espera, o las que se pasan en la biblioteca de los niños.
Hay aquí un amplio campo cuya explotación no puede negligir el historiador literario. Es lo que se llama la “subliteratura”, o la “infraliteratura”, o las “literaturas marginales”. Entre esta zona ignorada de los manuales hasta una época muy reciente, y el dominio de las obras “nobles”, existen constantes intercambios a nivel de temas, ideas y formas. Y llega aún a suceder que una obra pasa a veces de un sector a otro. Como se verá más tarde, pertenecer a la literatura o a la subliteratura no se define por las cualidades abstractas del escritor, de la obra o del público, sino por un cierto intercambio.
El testimonio de los intermediarios del libro podría tener más valor, pues editores, libreros y bibliotecarios controlan los principales rodajes del mecanismo de los intercambios. Desgraciadamente, para las dos primeras categorías, el secreto comercial es una mordaza demasiado eficaz; para la mayor parte de ellos, su despacho o su tienda son puestos de mando cerrados, donde sin embargo ejercen una influencia real y decisiva sobre escritores y el público.
El caso de los bibliotecarios es poco distinto, pues está generalmente en condiciones de dar testimonio directo sobre el comportamiento de sus lectores. El inconveniente es que este testimonio no se refiere sino a una parte muy reducida y especializada de público: la del lector de biblioteca.
Es a través del estudio de los datos objetivos explotados sistemáticamente y sin ideas preconcebidas que será preciso abordar el hecho literario. De entre los datos objetivos vamos a utilizar en primer lugar, los estadísticos.
Se puede finalmente llegar al estudio de casos concretos según los métodos de la literatura general o de la literatura comparada: éxito de una obra, evolución de un género o de un estilo, planteamiento de un tema, historia de un mito, etc.